miércoles, 13 de febrero de 2013

Miradas que valen un aplauso



Aparte de unas cervicales sumamente dañadas (según la fisioterapeuta la contractura oprime la arteria vertebro-basilar… ¡total na’!), la batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma ha traído a mi vida, un año más, esa ilusión de niño por el disfraz y la máscara.
El carnaval, una fiesta pagana reconvertida por el ansia de poder vaticana, tan de moda estos días (¿fumata blanca o fumata gris?... sólo sé que esa chimenea se parece a la de la estufa de leña que nos calienta en los domingos de campo y huerta…, ¿tendrá algo sobrenatural?), se tiene que mamar desde temprana edad, y sembrar así la semilla del sinvergüenza canalla que cantará en lo venidero a lo mundano y lo divino, o en su defecto, a lo que le dé la real gana.
Ya se sabe que para dar la murga o ser un gran chirigotero, el mayor de los requisitos es llevar un niño dentro, de esos que poco saben de normas, leyes o consensos, para poder soplar a gusto la turuta que entone el cuerpo (y el intelecto), aunque también es cierto que, en cuestión de disfraces, no todo vale, porque bien es sabido que lo sencillo, bonito y profundo tiene una melodía que da valor donde sobra el gusto, un tándem del que pocos hacen gala en estos días de tanto crédito y papel moneda…. Y si el atuendo acompaña a la letra, sólo faltan ritmo y melodía; esas que ponen los ojos del niño sobre el problema, lanzan el dardo de la evidencia a unos oyentes cada vez más embobados, forjándose así el aplauso y haciendo grande un mundo chico.
Y si no denotan que las miradas pequeñas distinguen lo humano de lo fútil, observen la vida a través de la lente de El catalejo, una historia con dos directoras, Marta Serra Muñoz y Violeta Lópiz (editorial Almadraba), que se olvidan de ver para enseñarnos a mirar.

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