martes, 6 de febrero de 2018

Sobre el blanco (in)visible...


Mientras la nieve se ciñe sobre las curvas de nuestro país, yo observo el paisaje por la ventanilla.
Hago un descanso mental y recuerdo mi niñez, cuando caían aquellos nevazos y llamábamos frío a los quince grados bajo cero (¡Que flojos nos hemos vuelto con la sociedad del bienestar!). Nos pasábamos el día en el parque. ¡Dale que te pego a la nieve! Bolas, muñecos, resbalones, trineos improvisados... Llegábamos a casa con una amplía sonrisa pero chorreando. Toalla, ropa seca y a seguir mirando por la ventana. Embobado con los copos, me ponía a fantasear con que si, en ese momento, me hallara en mitad del llano, a la intemperie, y la ventisca arreciara, qué pasaría. Blanco sobre más blanco, quedaría desorientado, y vete-tu-a-saber la de aventuras que me habrían pasado. Sólo en mitad de la nada...


Regreso al ahora, este momento en el que, a pesar de la imagen de la nívea meseta que sigo respetando, mi mar de tierra cubierto por el invierno, sé que es posible la supervivencia. Aprovecho para pensar en los inuits, en el pueblo sami o en los habitantes de Siberia. Ninguno de ellos ha perecido, sino que se han adaptado. No pueden controlar el hielo o la nieve pero sí saben su comportamiento, como hacerlo más liviano. Iglús y trineos, reno y husky siberiano. No hay tu tía, en un hábitat hostil hay que buscarse las mañas.
Fíjense en los animales. Primero en las presas... Los lemings excavan sus galerías bajo el hielo para no ser vistos por las rapaces. Tampoco se deja ver la liebre de las nieves, camuflada bajo su blanco pelaje, una estrategia que también secundan la perdiz nival o las focas jóvenes. Al otro lado quedan los depredadores. Zorros árticos y osos polares, carabos lapones, armiños y lobos siberianos, que utilizan con sigilo plumas y pelos de color blanco y así proveerse de alimento que cuando la temperatura es rigurosa, es más escaso pero igual de necesario.


Y ahora, cuando el paisaje sobrecoge, no sólo por lo inmenso del horizonte, sino por lo quieto y callado, me asalta la pregunta de “en qué animal de las nieves me gustaría reencarnarme”. Unas veces estaría bien ser un lirón que no rompa el silencio, mientras que otras no me importaría ser un lince siberiano. Aunque seguramente lo mejor sea ser como El león blanco de Jim Helmore y Richard Jones (Andana editorial), unas veces invisible, otras no tanto, y así dar buena cuenta de que siempre se puede ser uno mismo, con sus miedos y encantos.


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